En tiempos remotos se entendía la adolescencia como «la falta de» madurez, de adultez, o la ausencia del perfil de adulto que aún estaba por venir. De ahí el origen etomológico de la palabra: adolecer, carecer de.
Ahora sabemos que no existe una etapa en la vida en la que se «tenga todo»; y por tanto otra en la que «falta algo». Cada momento vital es diferente del siguiente y del anterior. La vida son ciclos, episodios personales que vamos llenando de vivencias, recuerdos, experiencias; y a los que llegamos con unas capacidades y unas habilidades determinadas. Estas habilidades y estas capacidades irán evolucionando, cambiando con el paso del tiempo y con nuestra propia actitud. Más las habilidades que las capacidades.
En la niñez aprendemos una ingente cantidad de items, quizá más que en otros momentos, pero nunca llega un momento en el que decimos: «ya hemos aprendido todo». La edad adulta no es homogénea, las personas mayores no pertenecen a una categoría idéntica entre sí. Y los niños no son todos iguales.
Pretender llegar a metas; en vez de recorrer caminos suele ser un sistema de vida que conduce a la infelicidad; o al menos a no conseguir la felicidad de manera plena.
Nos encontramos con la vida; sin haberla pedido, y nos surge enseguida el reto de vivirla. No nacemos con libro de instrucciones; no existe ningún manual para seguir y así poder evitar errores, fomentar aciertos,… La experiencia nos hace más sabios, y de ella siempre aprendemos y sacamos una lección; aunque en ocasiones nos cuesta verla. Los momentos duros que nos marcan emocionalmente debemos digerirlos con cuidado. No debemos exigirnos evitar las emociones dañinas que nuestro cuerpo experimenta; sino que debemos dejarlas estar; convivir con ellas y más adelante, en su momento, poder modificarlas con nuevas experiencias y nuevos planteamientos vitales; nuevas perspectivas…