Mientras escribo estas líneas una música de piano suena, es una de tantas de Chopin, un piano realmente relajante. Las frenéticas noticias sobre el coronavirus nos taladran y nos recuerdan cada media hora que existe una amenaza cada vez más cercana y real. Las notas no dejan de sonar, con su cadencia, con su melodía, parecen estar hechas para estar juntas, tal y como suenan. Existen medidas de protección, lavarse las manos, evitar las aglomeraciones de gente, cuidado con la población más vulnerable: los ancianos. Las notas siguen resbalando por mi cerebro, me inundan y adormecen. La alarma persiste. La música también.
Los humanos estamos hechos para la acción, respondemos ante lo que nos ocurre con atención. Ahora hay una alarma, una demanda grande, exigente, urgente ante la que debemos responder. ¿Nos paramos?, ¿la minimizamos?, ¿nos encerramos en un búnker?… Sopesamos las opciones, nos alarmamos antes justo de empezar a tomar decisiones.
Ahora es el Hallelujah de Leonard Cohen, que de la mano de un Chelo extremadamente cariñoso entra en mí. Un piano de fondo habla con él. Yo escucho. El diálogo simplemente es prefecto.
Tras la alarma viene la fase de comprobación que seguimos aquí, que existe el peligro, pero que aún seguimos vivos para comprobar que debemos hacer algo, en la medida que podamos, sepamos,… pero algo. Acción.
La melodía no es muy larga, se me hace corta. El final es vibrante, el diálogo entre el chelo y el piano, dos compañeros de sensaciones emocionales inexplicables, deja de producirse. Me quedo con las ganas de más.
Pero al comprobar que la situación va siendo conocida, que existe un riesgo al que nos estamos acostumbrando, tomamos algunos nuevos hábitos y la mayoría, los viejos hábitos, siguen igual. Pero seguimos ahí, con una nueva rutina de compañera de viaje. Es ahora cuando encontramos nuevos enfoques, la creatividad sale a la luz y nos sorprendemos con circunstancias deseables inesperadas, que valoramos y que guardamos en una cajita de plata.
No time to die, Charles Bolt. Los agudos del piano se alternan con los graves de fondo. El compás es algo triste, quizás melancólico, pero no acaba de morir del todo. No, aún no es tiempo de morir. Aún quedan muchas cosas por hacer. Estamos aquí y estaremos aquí. Creatividad, adaptación, enfoque, disciplina, quedarse con lo bueno, no querer cambiar lo que no se pueda cambiar. Aprender. Aceptar. Reír. Crecer.
Parece que la luz al final de túnel asoma. Empieza a ser un recuerdo aquella alarma de aquél día, de aquellos meses, semanas y año 2020. Sí, yo estuve allí. Y aquí estoy. Aquí estamos. Seguiremos. Es verdad, no todos. La emergencia se ha llevado por delante a personas que ya no nos acompañan, que han quedado en el camino. No ha sido la emergencia, ha sido la vida, que es terca en enseñarnos que no somos inmortales, ni por éste ni por otras contingencias: somos mortales. Carretera, corazón y cáncer. Suicidios. Accidentes. Enfermedades. La vida. La muerte.
Chopin vuelve a sonar con su concierto número 2, opus 21. Alguien compuso esto. Alguien lo ha tocado con cariño. Ahora yo lo escucho. Esto cuenta: lo que hacemos, en lo que utilizamos el tiempo de la vida que nos encontramos viviendo, que tenemos.
Viktor Frankl nos lo dijo al salir de aquel campo de exterminio. Nuestra voluntad de sentido es la clave para sentir esa música, para reaccionar con pánico primero y con medida después, para acostumbrarnos a nuevos hábitos, para descubrir nuevas formas, maneras de estar en el mundo con los que nos rodean. Pensar en los más débiles, y ser un grupo solidario, con prioridades, es la clave. Para al final, poder despedirnos con dignidad, con la cabeza bien alta diciendo: yo estuve allí y viví así.