Leemos, oimos, degustamos, sentimos,… la memoria tiene la cualidad, entre otras de estar unida a nuestros sentimientos. Por lo que aprenderemos lo que sentimos; lo que emocionalmente nos impacta; agradablemente o desagradablemente.
Si queremos «quedarnos» con las cosas, deberemos acompañarlas de emociones intensas. «Dar la chapa» a un hijo para que se acuerde de nuestras indicaciones no es útil si no va acompañada de un sentimiento, de emociones que le lleguen al vástago en cuestión. Debemos ponerle ejemplos de nuestra vida, concretos, para que «disfrute» de nuestras explicaciones, para que «las viva».
¿Quién no recuerda a un «mal» profesor y a uno «bueno» de su etapa de estudiante? ¿Qué diferencia hay entre ambos? Una de ellas es la pasión con la que nos explicaba las matemáticas, la lengua o el inglés. Si «alucinamos» con las vivencias de una persona que nos relata acontecimientos; probablemente nos acordaremos de ellos más vívidamente que si el que lo cuenta, no pone nada de energía en su tarea y nos aburre soberanamente.
Para despertar la curiosidad en lo que contamos, debemos generar emoción; sorpresa, risa, … y así, tendremos a nuestro interlucutor pendiente de nosotros.