Todas las conductas que mostramos las personas tienen una funcionalidad; es decir, sirven para algún fin. En ocasiones esas metas o esas razones son evidentes o «simples», y en otras ocasiones nos cuesta más encontrarlas porque no son tan explícitas; pero absolutamente todas tiene un «para qué».
La salvedad a esta afirmación está en los trastornos de origen claramente orgánico, que impiden a la persona manejar la voluntariedad de sus actos.
Las mentiras son comportamientos propios de nuestra especie cuya principal función es evitar el siguiente escenario desagradable o incomodo para la persona que miente. Diremos que no existen personas mentirosas; sino personas que mientan.
La evitación de elementos dañinos, y su combinación con la variable temporal («ahora me alivio pero luego…»), hacen de las mentiras un clásico en nuestros hijos mayores de 6 años, en adolescentes, en adultos y en mayores. Cuanto mayor es la mentira, más deberemos elaborarla, crearla, concretarla, relacionarla, dotarla de credibilidad para salir del paso en ese momento. Y ese proceso es costoso.
Las mentiras en la infancia son simples, porque en estas edades se carece de la perspectiva temporal y de la suficiente empatía como para anticiparse y ponerse en el lugar del que «traga con todo». Al llegar a la adolescencia, las mentiras funcionan entre otros motivos, para fines sociales evidentes; ya que el peso del grupo, la imagen y el qué diran, hacen presión sobre el individuo de tal manera que en ocasiones le es muy difícil afrontar la verdad.
Hay mentiras piadosas e incluso recomendables, como las que contribuyen a crear un buen clima entre amigos y en la pareja: No se evidencian fallos, errores, carencias, que son a todas luces insubsanables y sólo contribuyen a contaminar la relación.
Y por último, hay mentiras culturales que proporcionan una mágica ilusión en los más pequeños cuando se acerca determinada epoca del año, y los padres nos ponemos el disfraz de la ilusión que monta en camello…