Negarnos a una petición de los demás es casi un arte; negarse sin molestar, no ceder ante presiones que consideras excesivas, sonreír ante las propuestas inaceptables… Eso es decir que «no».
Pero, ¿qué pasa cuando nos cuesta negarnos a una petición?, ¿qué pasa dentro de nosotros cuando no podemos negarnos a algo y finalmente lo acabamos haciendo?, ¿cómo nos sentimos inmediatamente cuando la respuesta que nos da nuestro «razonamiento» es «no», pero nuestra boca dice «sí». En ese instante, es posible que haya deseos de agradar, de no ser juzgado, de conservar la imagen de no desagradar al vecino,… todos ellas, ideas muy loables, pero que en el fondo hace que evitemos el «enfrentamiento», o el momento «molesto en el que decimos: «no, no me gustaría acompañarte aunque tenga tiempo».
En ese instante en el que nos comportamos de manera asertiva, y decimos lo que pensamos sin perjudicar al interlocutor, podemos elegir entre dar explicaciones para nuestra negativa, o simplemente negarnos.
Justificarnos, explicarnos, dar razones, «que nos entiendan» cuando decimos un «no»… no son más que excusas para no afrontar frente a los demás el hecho de que hemos decidido no hacer aquello o no ayudar en eso otro.
Por lo general no estamos muy acostumbrados a poner como única explicación nuestros deseos, nuestro criterio y nuestra decisión: aspectos estos inapelables e irrebatibles.
Cuando decimos que «no podré cuidarte a los niños esta sábado» y el motivo es que no me apetece, creo que no es lo adecuado, no me siento cómodo haciéndolo, creo que puedes pedírselo a otras personas, etc. Nuestra respuesta debería ir sustentada en nuestra decisión, no en la excusa de que ese sábado, justamente, «es el partido de fútbol de mi hijo el mayor…» Porque de hacerlo así, nos volverán a pedir el favor para a semana que viene. Y la encrucijada se repetirá siete días después…