El 8/02/2020 hablamos en Onda Vasca sobre el tema, a pesar del catarro…
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¡Qué disgusto! Sea esperada o inesperada, la reacción instantánea en forma de tristeza, sorpresa, desasosiego o incredulidad aparece en nuestros corazones al escuchar la noticia de la muerte de una persona a la que de una manera u otra conocíamos.
Cuando alguien fallece no nos queda más remedio que estar ahí, en el tema, en el doloroso asunto. Es un momento en el que parece que no hay escapatoria.
En el resto de los momentos, de los días, vivimos de espaldas a la muerte, hacemos como si no existiera. La ignoramos y en la mejor de las ocasiones sentimos cierta la inmortalidad de nuestros semejantes y de nosotros mismos. Sólo una “tragedia” nos vuelve a retrotraer a ese escenario tan incómodo de la presencia, a unos metros o unos centímetros del ser querido fallecido.
¿Qué nos lleva a comportarnos así? ¿Por qué reaccionamos de esa manera, negando la realidad, revolviéndonos en nuestros asientos y luchando contra el dolor?
El comportamiento de las personas sigue unas directrices, unas reglas o al menos existe cierta manera de entenderlo, de explicarlo. Desde las premisas de la psicología basada en la evidencia, podemos entender, como referencia nuclear, que nuestro comportamiento, nuestros sentimientos persiguen un “para qué”, una próxima viñeta del cómic de nuestra propia historia que nos venga bien, que sea deseable para nosotros. Ésa es la clave: que nos venga bien. Es decir, que de alguna manera podríamos aplicar la máxima: “haces las cosas para algo” al hecho de que te sorprenda tanto la muerte, vivas de espaldas a ella o no quieras asumir que el ser querido ya no aparecerá por esa puerta ni te llamará más. ¿Cómo lo entendemos entonces? De esta manera: no queremos hablar de la muerte porque callar nos hace evitar el dolor, no queremos reconocer que ha fallecido porque el dolor sería inmenso, no hablamos de que me siento el siguiente en la lista porque sería poco menos que matarme a mí mismo. Nos duele, por eso lo evitamos. Mientras tanto… mientras tanto… no duele.
Pretendo ofrecer una manera, que no deja de ser hipotética, de las razones que nos llevan a esta actitud ante la muerte. Dicho de otra manera, mi intención con este artículo es proponer explicaciones que faciliten que nos entendamos mejor a nosotros mismos para después tomar decisiones.
Nuestra libertad lo es porque podemos tomar decisiones en relación y dentro del mundo en el que vivimos. Las personas sufrimos, lloramos, nos desgarramos por dentro; pero eso no quita que en un momento dado podamos colocarnos en una distancia significativa con respecto a nosotros mismos y parar, reflexionar, decidir y ejecutar dichas decisiones. Otro asunto es el éxito o fracaso de dichas decisiones. Para bien y para mal nuestro “metapensamiento” (saber que pensamos) facilita que seamos capaces de tener conciencia de nuestra propia conciencia. Pensar que pensamos nos ofrece una distancia ideal para que, una vez creadas las circunstancias externas, ambientales mínimas y una vez respetado nuestros propios ritmos y tempos, poder decidir el enfoque que queremos darle a nuestros actos.
Citando a Viktor Frankl, podríamos decir que las personas podemos (aunque no siempre sabemos cómo) darle voluntariamente un sentido a lo que vivimos, a nuestro entorno y a nuestras emociones; y en base a ese sentido dado, que no tiene por qué ser logrado, sentirnos satisfechos con nosotros mismos. Por tanto, si somos capaces de colocarnos a una distancia tal que seamos capaces de ver la muerte, la pérdida del ser querido con suficiente metaanálisis o distancia para poder recolocarlo en el sentido que queremos darle a nuestra vida; habremos llevado a cabo nuestra peculiaridad como seres humanos.
Dejarnos, permitirnos experimentar las emociones ligadas a la muerte no es perjudicial; sino que es muy molesto. Evitar el dolor por la muerte no es dañino, es sufriente si se me permite el calificativo. Luchar contra las emociones no es recomendable porque su propia naturaleza las hace autónomas a nuestras decisiones instantáneas; por mucho que en ocasiones vivamos en esa ilusión. Si me siento triste, estoy triste. Si me siento rabioso, estoy rabioso. Si no me lo creo, no me lo creo. Sin más. Ésta es una de las premisas básicas para no hacernos daño a nosotros mismos, para no tener el enemigo en casa.
¿Y qué hacemos luego?: ya nos hemos colocado a cierta distancia, intentamos otorgarle algún significado, nos permitimos nuestro ritmo, dejamos que las emociones estén ahí, … ¿y ahora qué?
Ahora nada.
Ahora sé compasivo contigo, con tus incapacidades y tus capacidades; que tienes de las dos. Ahora obsérvate, acompáñate y permítete estar así, estar ahí, como estés.
El tiempo, mejor dicho, lo que hagamos en el tiempo que tenemos tras el fallecimiento de la persona querida irá “mojándonos” en el sentido de repercutirnos consecuencias más deseables o menos. Si evitamos hablar de la persona fallecida, si miramos para otro lado, si le entronizamos y realizamos explicaciones fuera de nuestro alcance, míticas o estratosféricas, o le exaltamos idealmente… probablemente los sentimientos incómodos ahora y en el futuro queden comprometidos. Si hablamos de manera natural, hasta donde sabemos, con incertidumbre, con luces y sombras, si nos quedamos con lo aprendido, si sumamos, si relativizamos, si nos lanzamos a sentirnos vulnerables y nos dejamos como estamos… probablemente iremos superando poco a poco ese dolor punzante del primer día.
Luis de la Herrán
30 de enero de 2020