Vivir un fallecimiento cercano es algo habitualmente muy duro que requiere de un abordaje cuidadoso. Desde la psicología tenemos algunas claves que podemos aportar.
“El coronavirus aumentó un 7,8% los fallecimientos en Euskadi en el tercer trimestre de 2020” según leemos en prensa.
Por naturaleza, los seres humanos somos sociales (y luego más o menos sociaBLES).
Necesitamos del contacto con otras personas; y así nos agrupamos. Creamos lazos afectivos necesarios para nuestro correcto desarrollo afectivo, desde que somos niños hasta que nos morimos de viejos: toda la vida.
La falta de esas personas relevantes en nuestra vida, sin ninguna duda supone un terremoto emocional, afectivo que nos alerta de nuestra propia supervivencia.
– Podemos tener la idea del ciclo vital.
– Podemos asumir y aceptar que la muerte es parte de la vida: es su final.
Pero en ocasiones queremos defendernos del dolor que nos causan estas dos ideas con el truco más viejo del mundo: la negación.
¡Qué disgusto! Sea
esperada o inesperada, la reacción instantánea en forma de tristeza, sorpresa,
desasosiego o incredulidad aparece en nuestros corazones al escuchar la noticia
de la muerte de una persona a la que de una manera u otra conocíamos.
Cuando alguien fallece no nos
queda más remedio que estar ahí, en el tema, en el doloroso asunto. Es un
momento en el que parece que no hay escapatoria.
En el resto de los momentos, de los
días, vivimos de espaldas a la muerte, hacemos como si no existiera. La
ignoramos y en la mejor de las ocasiones sentimos cierta la inmortalidad de
nuestros semejantes y de nosotros mismos. Sólo una “tragedia” nos vuelve a
retrotraer a ese escenario tan incómodo de la presencia, a unos metros o unos centímetros
del ser querido fallecido.
¿Qué nos lleva a comportarnos
así? ¿Por qué reaccionamos de esa manera, negando la realidad, revolviéndonos
en nuestros asientos y luchando contra el dolor?
El comportamiento de las personas
sigue unas directrices, unas reglas o al menos existe cierta manera de
entenderlo, de explicarlo. Desde las premisas de la psicología basada en la evidencia,
podemos entender, como referencia nuclear, que nuestro comportamiento, nuestros
sentimientos persiguen un “para qué”, una próxima viñeta del cómic de nuestra
propia historia que nos venga bien, que sea deseable para nosotros. Ésa es la
clave: que nos venga bien. Es decir, que de alguna manera podríamos aplicar la
máxima: “haces las cosas para algo” al hecho de que te sorprenda tanto la
muerte, vivas de espaldas a ella o no quieras asumir que el ser querido ya no
aparecerá por esa puerta ni te llamará más. ¿Cómo lo entendemos entonces? De
esta manera: no queremos hablar de la muerte porque callar nos hace evitar el
dolor, no queremos reconocer que ha fallecido porque el dolor sería inmenso, no
hablamos de que me siento el siguiente en la lista porque sería poco menos que
matarme a mí mismo. Nos duele, por eso lo evitamos. Mientras tanto… mientras
tanto… no duele.
Pretendo ofrecer una manera, que
no deja de ser hipotética, de las razones que nos llevan a esta actitud ante la
muerte. Dicho de otra manera, mi intención con este artículo es proponer explicaciones
que faciliten que nos entendamos mejor a nosotros mismos para después tomar
decisiones.
Nuestra libertad lo es porque
podemos tomar decisiones en relación y dentro del mundo en el que vivimos. Las
personas sufrimos, lloramos, nos desgarramos por dentro; pero eso no quita que
en un momento dado podamos colocarnos en una distancia significativa con
respecto a nosotros mismos y parar, reflexionar, decidir y ejecutar dichas
decisiones. Otro asunto es el éxito o fracaso de dichas decisiones. Para bien y
para mal nuestro “metapensamiento” (saber que pensamos) facilita que seamos
capaces de tener conciencia de nuestra propia conciencia. Pensar que pensamos
nos ofrece una distancia ideal para que, una vez creadas las circunstancias
externas, ambientales mínimas y una vez respetado nuestros propios ritmos y
tempos, poder decidir el enfoque que queremos darle a nuestros actos.
Citando a Viktor Frankl,
podríamos decir que las personas podemos (aunque no siempre sabemos cómo) darle
voluntariamente un sentido a lo que vivimos, a nuestro entorno y a nuestras
emociones; y en base a ese sentido dado, que no tiene por qué ser logrado,
sentirnos satisfechos con nosotros mismos. Por tanto, si somos capaces de colocarnos
a una distancia tal que seamos capaces de ver la muerte, la pérdida del ser
querido con suficiente metaanálisis o distancia para poder recolocarlo en el
sentido que queremos darle a nuestra vida; habremos llevado a cabo nuestra peculiaridad
como seres humanos.
Dejarnos, permitirnos experimentar las emociones ligadas a la muerte no es perjudicial; sino que es muy molesto. Evitar el dolor por la muerte no es dañino, es sufriente si se me permite el calificativo. Luchar contra las emociones no es recomendable porque su propia naturaleza las hace autónomas a nuestras decisiones instantáneas; por mucho que en ocasiones vivamos en esa ilusión. Si me siento triste, estoy triste. Si me siento rabioso, estoy rabioso. Si no me lo creo, no me lo creo. Sin más. Ésta es una de las premisas básicas para no hacernos daño a nosotros mismos, para no tener el enemigo en casa.
¿Y qué hacemos luego?: ya nos hemos
colocado a cierta distancia, intentamos otorgarle algún significado, nos permitimos
nuestro ritmo, dejamos que las emociones estén ahí, … ¿y ahora qué?
Ahora nada.
Ahora sé compasivo contigo, con
tus incapacidades y tus capacidades; que tienes de las dos. Ahora obsérvate,
acompáñate y permítete estar así, estar ahí, como estés.
El tiempo, mejor dicho, lo que hagamos en el tiempo que tenemos tras el fallecimiento de la persona querida irá “mojándonos” en el sentido de repercutirnos consecuencias más deseables o menos. Si evitamos hablar de la persona fallecida, si miramos para otro lado, si le entronizamos y realizamos explicaciones fuera de nuestro alcance, míticas o estratosféricas, o le exaltamos idealmente… probablemente los sentimientos incómodos ahora y en el futuro queden comprometidos. Si hablamos de manera natural, hasta donde sabemos, con incertidumbre, con luces y sombras, si nos quedamos con lo aprendido, si sumamos, si relativizamos, si nos lanzamos a sentirnos vulnerables y nos dejamos como estamos… probablemente iremos superando poco a poco ese dolor punzante del primer día.
Último día de febrero de 2018. Tras los avisos, tras los mensajes, tras los partes,… la nieve llegó. Y llegó a raudales, cubriendo todo Bilbao con su blanco manto. Cuatro vehículos por la calle, dos de ellos atascados. Niños sin clases, con sus padres tirando bolas de nieve por la calle. Tablas de snow en el parque de los patos rascando los minutos de diversión que este lujo nos permite hoy. Trenes circulando difícilmente. Y las personas contemplando el día, el momento, la situación.
Las emociones a flor de piel. Hoy la protagonista es la SORPRESA. A los más pequeños les rebosan los abrigos de atención a la novedad. Algunos se divierten sin medida, otros, precavidos, se sacuden las manos y los pies a cada paso. Hay de todo.
Sólo algunos no pueden ver, sentir, ni disfrutar de este espectáculo. Nuestro vecino, el león de Jado es uno de ellos, pero hay más.
Hoy me acuerdo de todas aquellas personas que no pueden sentir sorpresa, ni alegría, ni precaución ante el espectáculo mágico que tenemos hoy entre nosotros.
Algunas noticias que nos impactan y nos marcan, las gestionamos improvisadamente… como podemos. Si de repente ha fallecido alguien cercano, o una persona que conocemos se queda sin trabajo de la noche a la mañana, o una amiga pierde al bebé que estaba esperando… nos podemos quedar bloqueados, fríos, sin saber qué decir.
Sentimos miedo. El miedo paraliza, probablemente por su origen evolutivo que permitía a nuestros antepasados pasar desapercibidos mientras el león pasaba de largo.
Cuando sentimos miedo por ese acontecimiento terrible que nos pilla de sorpresa, debemos reaccionar inmediatamente pero sólo diciéndonos esta frase: Estoy impactado. No estoy en condiciones de reaccionar razonablemente. Mi manera de ayudar es acompañar y escuchar más que hablar. No recomendaré nada, y estaré muy atento.
En esos primeros momentos debemos ser cautos, y observar, acompañar y no tomar ninguna decisión que pueda ser definitiva y de la que luego nos podamos arrepentir.
Como en el audio que podemos escuchar en el programa de radio Maneras de vivir, con Kike Alonso en Onda Vasca, podemos optar por discutir con otra persona ajena al acontecimiento potencialmente traumático, o podemos optar por unirnos más a nuestros seres queridos.
«Un padre mata a sus dos hijas». Galicia, 31/7/15.
Noticias como la que hemos conocido recientemente nos estremecen y hace aparecer en nosotros sentimientos de venganza, asco, ira,…
No acabamos de entender cómo una persona puede llegar a hacer algo así. Todo es repugnante y muy sorprendente.
Desde la psicología clínica podemos poner nuestro granito de arena en ayudar a la sociedad a sobrellevar este tema, en estos duros momentos iniciales.
Debemos distinguir los problemas que se engloban bajo el término «enfermedad mental grave», de comportamientos propios de un trastorno de personalidad antisocial o un psicópata.
La esquizofrenia, los trastornos del estado de ánimo,… son enfermedades mentales graves que necesitan ayuda, comprensión y una abordaje multidimensional para contener la sintomatología. Los trastornos de personalidad o el perfil de psicópata o siociópata son personas que son responsables de sus actos, que no tienen ninguna enfermedad mental que necesite de nuestra comprensión. Carecen de empatía. Lamentablemente en ocasiones lo confundimos, y mezclamos una cosa con la otra.
La incidencia de conductas violentas en población normal y clínica es exactamente igual.
Estoy más seguro en un hospital psiquiátrico que en la parte vieja de la ciudad a las cuatro de la madrugada.
El miedo a volar puede aumentar tras catástrofes como la de Germanwings, ya que eleva nuestras expectativas negativas y de daño en situaciones similares que vivamos a continuación.
Pero también destacamos que dicho miedo es adaptativo, nos protege porque nos mantiene alerta y no debería bloquear nuestros planes de vuelo.
Tal y como hemos comentado a la agencia EFE recientemente (1/4/2015), y han publicado eldiario.es (2/4/15) y 20 minutos.es (4/4/15):
«También para Luis de la Herrán, psicólogo clínico y director del Centro Delta Psicología, la mejor recomendación es «que vuelen, que no cancelen los planes en avión que tengan, y comprueben por ellos mismos que no pasa nada. No conviene evitar situaciones que nos suscitan miedo para evitar daño cuando sabemos que ese daño no es objetivo».
De la Herrán ahonda en la única intervención psicoterapéutica con evidencia empírica demostrada en el miedo excesivo a volar, la terapia de exposición y afrontamiento.
Puede hacerse más o menos gradual y debe también ir acompañada de estrategias de control de la ansiedad, desactivación fisiológica y en algún caso puede ser interesante terapia con biofeedback.
Es necesario completar esa terapia con una reestructuración cognitiva para reordenar las ideas y pensamientos acerca de la situación de volar.
Una vez que ese miedo es controlable -en ningún caso desaparece-, la persona no suele necesitar más terapia, pues ya sabrá cómo hacer frente a esa situación temida.
Tendrá que repetirse eso de que estadísticamente es más seguro viajar en avión que en cualquier otro medio de transporte, incluso en bicicleta, y ser consciente de la vulnerabilidad que tenemos como personas y no vivir de espaldas a la muerte, al daño y al dolor. «Aceptar que la vida tiene dos caras, las del placer y la del dolor, concluye De la Herrán, nos ayudará a vivir más tranquilos».
Parece que va a aparecer por la puerta como siempre… La tristeza es absoluta. La desolación nos traga en un agujero negro, invisible, sinsentido e infinito.
Cuando perdemos a un ser querido, a alguien importante que siempre ha estado ahí cerca, nos venimos abajo. Nos quedamos perplejos si la pérdida es de un día para otro. Como si tuviera que avisarnos alguien para ir haciéndonos a la idea.
La vida es muerte; mejor dicho, en la vida está la muerte, es su contraportada; pero no queremos verla; hacemos como que no existe, para aliviar momentáneamente nuestro dolor. Posponemos la certeza de que todo lo que comienza, acaba… pero hay más. No hay sólo eso. No todo es vacío y desolación.
Tras un tiempo inevitable, tras unos días, semanas y meses vagando por la oscuridad de nuestros sentimientos, podemos encontrar luces, destellos, atisbos de vida; de nueva vida; de otra vida. La siguiente vida, otra que se abre camino. La vida de otra persona, que hasta entonces no es nadie pero que puede llegar a serlo.
Y volvemos a empezar. Es duro terminar. Es duro parar. Es duro decir adiós. Pero ¿y los que ahora nos necesitan?, ¿y otras personas que pueden llegar a ser importantes otra vez?, ¿y los nuevos sueños?. Tras esperar,… pueden aparecer.
La vida es como una cadena, una sucesión de nacimientos, vidas, muertes,… y nacimientos de nuevo.
Démonos tiempo para ver todo esto. Como la tortuga de «Momo», de Michael Ende. despacio, pero hacia delante. Es el único camino.
La muerte y el duelo. Sólo hay un momento en la vida, en la que no hay vuelta atrás, la muerte. Esa palabra que tanto asusta y a la que tanto se teme. Algunos lo llevan más presente, otros en cambio sólo se acuerdan cuando les llega la mala noticia, entonces, sienten malestar, acordándose de la familia y los seres queridos que deja. En caso de allegado afectivo, se recuerdan todas las características positivas, habilidades, momentos buenos y agradables de la persona, y se deja en el tintero lo negativo.
Mientras la persona afectada siente incredulidad, insensibilidad, enojo, rabia, resentimiento, tristeza, miedo, angustia, culpa, reproches, soledad, ambivalencia o incluso alivio, los amigos de la familia o “conocidos” buscan la frase mágica para que todo lo anterior no se de, o suponga un alivio.
La muerte: ¿remedios mágicos?
No hay fórmulas magistrales pero no se debe caer en consuelos fáciles y frases hechas: “le acompaño en el sentimiento”, “ya está descansando”, o “es ley de vida”. En su lugar, resulta mucho más útil la comunicación no verbal, esto es, un abrazo, una mirada, un gesto… Lo importante es conocer a quién se pretende “aliviar” para adoptar la mejor actitud.
Puedes llorar porque se ha ido o sonreír porque ha vivido.
Puedes cerrar los ojos y rezar para que vuelva o puedes abrirlos y ver todo lo que ha dejado.
Tu corazón puede estar vacío porque no lo puedes ver o puede estar lleno del amor que compartisteis
Puedes llorar, cerrar tu mente, sentir el vacío, dar la espalda o puedes hacer lo que a él o a ella le gustaría: sonreír, abrir los ojos, amar y seguir.
Poema Popular Escocés
Desde el Centro Delta Psicología de Bilbao, podemos ayudar a que entiendas estas situaciones y puedas, con tiempo, ir construyendo una nueva experiencia vital que tenga cierto sentido. Estamos para escucharte en el 944241960 y en el mail info@centrodelta.com
94 424 19 60 / Psicólogos en Bilbao.
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