Las aplicaciones para ligar están de moda. Pueden ayudarnos a encontrar a esa persona que estamos buscando. ¿Las usamos más durante el confinamiento? Hemos colaborado 20 abril 2021 con EL CORREO en esta noticia: Colaboración con EL CORREO.
Las aplicaciones de citas son una manera relativamente habitual para encontrar pareja. Incluso durante el confinamiento, se utilizaron tanto las apps como las redes sociales para conocer gente y mantener relaciones sexuales. El 64,3% de los participantes en un estudio de la Universidad Europea reconoce haber utilizado la aplicación líder para citas, Tinder, lo que supone un porcentaje similar al de antes de la pandemia.
El uso de las redes sociales (como Instagram o Facebook) para ligar sí aumentó durante el confinamiento: del 32,16% al 40,9%. Ni la COVID-19 ha frenado el avance de estas apps. La posibilidad de acceder a internet en cualquier momento, desde distintos dispositivos, «elimina emociones desagradables como el aburrimiento o la frustración», explica Luis de la Herrán, Psicólogo Especialista en Psicología Clínica del Centro Delta Psicología de Bilbao.
Ligar con una persona en el mundo real implica conocerse a través de un amigo, en el trabajo o en alguna reunión social y ver qué emociones (alegría, asco, tristeza….) experimentamos al tratar con ella. «Como en el resto de los órdenes de la vida, debemos lidiar con todas esas emociones, no sólo con algunas. Hacerlo a través de una app o una web elimina ciertas incomodidades de entrada, pero siempre acaban apareciendo», afirma el experto. «Una vez conocida esa persona, los programas informáticos quedan a un lado»
Desde Centro Delta Psicología te escuchamos. Para concertar una cita ponte en contacto con nosotros en nuestra web, mándanos un mail a info@centrodelta.com o llámanos por teléfono al 944241960
Esta tarde comenzamos el Primer Taller de Defensa Personal contra el Estrés en Colegio Irlandesas de Leioa, Bizkaia. Ante el estrés: entender, decidir y practicar.
Dos conceptos: permiso y prohibición que deben estar, ¿pero hasta qué punto? Convivimos con normas, reglas sociales que nos limitan y nos permiten. Son dos caras de una moneda, inseparables. ¿Qué actitud tomamos nosotros frente a las normas? ¿Qué decidimos cuando nos encontramos con un permiso o una prohibición?
Si nuestra actitud es querer cambiarla, y está fuera de nuestro radio de acción, nos abocamos a una frustración segura. Si por le contrario la observamos, la conocemos y reflexionamos sobre nuestro margen de acción frente a ella, estaremos poniendo a salvo nuestras emociones más desagradables.
«No puedes acudir a ese lugar, lo tienes prohibido». Esa es la norma. ¿Qué tipo de pensamientos se me disparan a continuación?: Pueden ser del tipo A: «Es injusto que no me dejen, deberían dejarme, soy mayor para decidir por mí misma, cuando sea adulta me vengaré,…». y además pueden ser de este otro tipo B: «¿qué haré en los lugares a los que sí puedo acudir?, ¿cómo puedo comportarme con lo que tengo?, ¿qué oportunidades me estoy perdiendo que ocurren aquí y ahora que me estoy perdiendo cuando enfoco al y si?
La catarata de pensamientos que nos viene a la cabeza no es muchas veces controlable; y cuando no existe, fantaseamos con que la estamos controlando. No es así. El pensamiento va por libre. Y eso no es malo, ni malo ni bueno; únicamente es. Lo que sí podemos controlar son nuestras acciones, nuestras palabras, nuestros gestos.
¿Dónde está el problema entonces?
Cuando por fin nos den permiso, tampoco es que se nos haya abierto el cielo; porque surgirán otras prohibiciones de otra índole, por parte de otras personas,… y será el cuento de nunca acabar. La vida. El problema no es tropezar dos veces con la misma piedra, sino enamorarse de ella.
Desde Centro Delta Psicología podemos ayudarte sobre aquello que te quita el sueño. Llámanos al 944241960, mándanos un mail a info@centrodelta.com o visita nuestra web.
El dilema de cómo puedo seguir queriendo a quien me está haciendo daño. MI padre o mi madre son quieres más me quieren, pero ahora veo que sus acciones son contrarias a saber que me quiere. ¿Qué puedo hacer?
¿Cómo puede hacerme esto?, con lo que me quiere, con lo que le quiero…
A veces nos encontramos ante un dilema de sentimientos. ¿Si me quiere por qué me hace daño?, ¿si le quiero, por qué no quiero estar con él?
No es poco frecuente que las personas se encuentren frente a este dilema, esta disyuntiva cuando quien nos debe querer no parece que lo haga. Hablamos de menores cuyos padres están separados, y «malamente separados». Y no es cuestión de tomar decisiones conscientes, racionales, razonadas, sopesadas,… sino de emociones que entrechocan, emociones antagónicas que difícilmente pueden convivir en nuestro corazón.
¿Qué hacer entonces?
Opción A: Seguimos poniendo la otra mejilla. Volvemos a dar oportunidades. Nos acercamos a la persona querida, y de nuevo nos volvemos a decepcionar. Lo intentamos. Fracasamos. Nos caemos Nos levantamos.
Opción B: Se acabó. No quiero hablar más con él. No pienso exponerme a un desplante más, a un comentario despectivo, a una agresión más por parte de quien me quiere. Hasta aquí he llegado. Corto la relación.
Hay más opciones (la C, D, E,… hasta la Z). Creatividad y flexibilidad serían las dos palabras mantra. ¿Por qué iba a seguir o dejarlo?, ¿no hay opciones en medio de esos dos extremos? Sí, las hay. C: sólo me expongo a esa persona en fechas señaladas, D: sólo en mi territorio, E: me comunico vía chat / e mail, F: me comunico en presencia de un tercero, G: Espero a que me llame para hablar, …
Pero todas ellas, todas esas opciones intermedias pasan por no querer que la otra persona cambie, por aceptar que lo que hace es lo que hace, lo que dice es lo que dice. Si pretendemos que el otro mueva ficha, haga lo que debe hacer, o peor: hacemos de padres de nuestros padres, todo se va a desmoronar: el estrés puede ser entonces intenso.
La decisión que cada uno tome es la mejor, porque es tomada por uno mismo. Pero verlo todo en negro o en blanco, muchas veces no corresponde con una posición de inteligencia emocional.
Desde Centro Delta Psicología en Bilbao podemos ayudarte con este y otros problemas psicológicos que quieras consultarnos. Estamos para ayudarte en nuestra web, en este mail info@centrodelta.com o en el teléfono 944241960.
Tras estos días de cierre presencial del Centro Delta para contribuir a la contención de la pandemia que vivimos, queremos comunicaros que a partir de hoy volvemos a abriros nuestras puertas. Lamentamos profundamente que algunos de vosotros hayáis perdido a seres queridos y que estuvierais convalecientes a causa del dichoso virus. Desde el equipo de profesionales de la psicología queremos acompañaros más que nunca en estos momentos y daros todo nuestro apoyo y cariño.
Antes de acudir, ten en cuenta las siguientes indicaciones:
Con la reapertura de las sesiones
presenciales, deberemos seguir unas estrictas medidas de seguridad e higiene
que hagan posible una nueva rutina a salvo de nuevos contagios:
Al concertar una cita os daremos un “Permiso para acudir a la consulta de Psicología sanitaria / clínica”, que deberéis conservar para cada cita y día (pdf o papel).
Tendrás nuevos horarios en la citas: así evitamos muchas personas en zonas comunes.
Acudiremos a la cita con mascarilla. Puedes retirártela durante la sesión mientras mantengamos la distancia de seguridad: 2 metros.
Procuraremos llegar puntual a las citas, para evitar esperas innecesarias.
Evitaremos acompañantes que no participen en las citas.
Al entrar nos saludaremos con cariño y creatividad (pero sin acercarnos).
Durante la consulta permaneceremos separados por la mesa de trabajo: 2 metros.
Dispones de gel hidroalcohólico para lavarte las manos cuando quieras.
Después de cada cita limpiaremos adecuadamente la mesa y las sillas utilizadas.
Realizamos diariamente una correcta limpieza de las superficies de contacto frecuente: timbre, pomos de puerta, etc.
Método de pago preferente: tarjeta bancaria.
Os mandamos un fuerte abrazo desde estas líneas. Entre todos crearemos una nuevanormalidad. Lortuko dugu.
05/05/2020
Luis de la Herrán, Cristina Núñez, Paula González y Estíbaliz Lancho.
¡Qué disgusto! Sea
esperada o inesperada, la reacción instantánea en forma de tristeza, sorpresa,
desasosiego o incredulidad aparece en nuestros corazones al escuchar la noticia
de la muerte de una persona a la que de una manera u otra conocíamos.
Cuando alguien fallece no nos
queda más remedio que estar ahí, en el tema, en el doloroso asunto. Es un
momento en el que parece que no hay escapatoria.
En el resto de los momentos, de los
días, vivimos de espaldas a la muerte, hacemos como si no existiera. La
ignoramos y en la mejor de las ocasiones sentimos cierta la inmortalidad de
nuestros semejantes y de nosotros mismos. Sólo una “tragedia” nos vuelve a
retrotraer a ese escenario tan incómodo de la presencia, a unos metros o unos centímetros
del ser querido fallecido.
¿Qué nos lleva a comportarnos
así? ¿Por qué reaccionamos de esa manera, negando la realidad, revolviéndonos
en nuestros asientos y luchando contra el dolor?
El comportamiento de las personas
sigue unas directrices, unas reglas o al menos existe cierta manera de
entenderlo, de explicarlo. Desde las premisas de la psicología basada en la evidencia,
podemos entender, como referencia nuclear, que nuestro comportamiento, nuestros
sentimientos persiguen un “para qué”, una próxima viñeta del cómic de nuestra
propia historia que nos venga bien, que sea deseable para nosotros. Ésa es la
clave: que nos venga bien. Es decir, que de alguna manera podríamos aplicar la
máxima: “haces las cosas para algo” al hecho de que te sorprenda tanto la
muerte, vivas de espaldas a ella o no quieras asumir que el ser querido ya no
aparecerá por esa puerta ni te llamará más. ¿Cómo lo entendemos entonces? De
esta manera: no queremos hablar de la muerte porque callar nos hace evitar el
dolor, no queremos reconocer que ha fallecido porque el dolor sería inmenso, no
hablamos de que me siento el siguiente en la lista porque sería poco menos que
matarme a mí mismo. Nos duele, por eso lo evitamos. Mientras tanto… mientras
tanto… no duele.
Pretendo ofrecer una manera, que
no deja de ser hipotética, de las razones que nos llevan a esta actitud ante la
muerte. Dicho de otra manera, mi intención con este artículo es proponer explicaciones
que faciliten que nos entendamos mejor a nosotros mismos para después tomar
decisiones.
Nuestra libertad lo es porque
podemos tomar decisiones en relación y dentro del mundo en el que vivimos. Las
personas sufrimos, lloramos, nos desgarramos por dentro; pero eso no quita que
en un momento dado podamos colocarnos en una distancia significativa con
respecto a nosotros mismos y parar, reflexionar, decidir y ejecutar dichas
decisiones. Otro asunto es el éxito o fracaso de dichas decisiones. Para bien y
para mal nuestro “metapensamiento” (saber que pensamos) facilita que seamos
capaces de tener conciencia de nuestra propia conciencia. Pensar que pensamos
nos ofrece una distancia ideal para que, una vez creadas las circunstancias
externas, ambientales mínimas y una vez respetado nuestros propios ritmos y
tempos, poder decidir el enfoque que queremos darle a nuestros actos.
Citando a Viktor Frankl,
podríamos decir que las personas podemos (aunque no siempre sabemos cómo) darle
voluntariamente un sentido a lo que vivimos, a nuestro entorno y a nuestras
emociones; y en base a ese sentido dado, que no tiene por qué ser logrado,
sentirnos satisfechos con nosotros mismos. Por tanto, si somos capaces de colocarnos
a una distancia tal que seamos capaces de ver la muerte, la pérdida del ser
querido con suficiente metaanálisis o distancia para poder recolocarlo en el
sentido que queremos darle a nuestra vida; habremos llevado a cabo nuestra peculiaridad
como seres humanos.
Dejarnos, permitirnos experimentar las emociones ligadas a la muerte no es perjudicial; sino que es muy molesto. Evitar el dolor por la muerte no es dañino, es sufriente si se me permite el calificativo. Luchar contra las emociones no es recomendable porque su propia naturaleza las hace autónomas a nuestras decisiones instantáneas; por mucho que en ocasiones vivamos en esa ilusión. Si me siento triste, estoy triste. Si me siento rabioso, estoy rabioso. Si no me lo creo, no me lo creo. Sin más. Ésta es una de las premisas básicas para no hacernos daño a nosotros mismos, para no tener el enemigo en casa.
¿Y qué hacemos luego?: ya nos hemos
colocado a cierta distancia, intentamos otorgarle algún significado, nos permitimos
nuestro ritmo, dejamos que las emociones estén ahí, … ¿y ahora qué?
Ahora nada.
Ahora sé compasivo contigo, con
tus incapacidades y tus capacidades; que tienes de las dos. Ahora obsérvate,
acompáñate y permítete estar así, estar ahí, como estés.
El tiempo, mejor dicho, lo que hagamos en el tiempo que tenemos tras el fallecimiento de la persona querida irá “mojándonos” en el sentido de repercutirnos consecuencias más deseables o menos. Si evitamos hablar de la persona fallecida, si miramos para otro lado, si le entronizamos y realizamos explicaciones fuera de nuestro alcance, míticas o estratosféricas, o le exaltamos idealmente… probablemente los sentimientos incómodos ahora y en el futuro queden comprometidos. Si hablamos de manera natural, hasta donde sabemos, con incertidumbre, con luces y sombras, si nos quedamos con lo aprendido, si sumamos, si relativizamos, si nos lanzamos a sentirnos vulnerables y nos dejamos como estamos… probablemente iremos superando poco a poco ese dolor punzante del primer día.
Esta vez nos centramos en el humor que rodea a la figura del profesional de la psicología, en los chistes que tienen que ver con este mundillo. Reírse de uno mismo es un ejercicio muy sano, como podéis escuchar en el siguiente audio en Onda Vasca. (30/11/2019)
La realidad supera la ficción. Hace casi más de veinte años, una adolescente con necesidad de ser escuchada, entendida y orientada sobre qué hacer después de vivir una vida realmente dolorosa, contacta conmigo. Mediante una psicoterapia ciertamente algo sui géneris pero basada en la escucha, la empatía, el acompañamiento, la asertividad, los principios de la psicología del aprendizaje y otras evidencias; y sustentada en la firme creencia de que ella podía encontrar las herramientas y las maneras de salir con creatividad, esfuerzo y tesón de las situaciones que le agobiaban, pudo por fin respirar, rehacer, construir, decir que no y mirar atrás con tranquilidad.
Nuestros caminos se separaron. Hice mi trabajo. Ella hizo el suyo.
Más de veinte años después, tras encontrar en las RR.SS. la presentación de mi novela «En Manos de Ana» (Entrelineas Editores 2018) y saber que yo estaría a esa hora en ese puesto de la feria de Madrid… allí acudió, a que le firmara el ejemplar que compró por internet. Y tras tanto tiempo, volvimos a encontrarnos durante unos instantes. La foto da fe. Ambos compartimos la certeza de que ella abandonó un camino incierto, como los personajes que acuden a la consulta de la protagonista de la novela y los que lo hacen en la realidad; con necesidad de ser orientados, de explicar lo que les pasa y poner en práctica nuevas maneras, nuevos enfoques para que su vida comience a cobrar sentido.
Estoy muy orgulloso se haber elegido esta profesión; y de poder contribuir con mi modesto granito de arena a que algunas personas como ella puedan ver la luz al final del túnel y respirar tranquilas poco a poco.
Gracias por encontrar personas como tú en el camino.
Las emociones motivan nuestro cambio de comportamiento. Los sentimientos son palancas de cambio, que con una intensidad determinada, favorecen que nuestras actuaciones se muestren de manera diferente frente a los demás y frente a nosotros mismos. Pasar de un estado triste a un estado más animado es movido en última instancia por las emociones. Nosotros mismos somos nuestra propia fábrica de emociones, a veces no sabemos muy bien cómo, pero las experimentamos de todas clases e intensidades. En otras ocasiones las negamos, o no sabemos qué nombre ponerlas.
Hasta aquí bien, es el fascinante y complejo mundo de la conducta humana. Hoy quiero explicar que la emoción impotencia, cuando la incapacidad nos desborda y hasta nos paraliza, es capaz de mover nuestro comportamiento y conseguir que hagamos cosas distintas.
«Me siento impotente porque no puedo manejar lo que otros piensen de mí. Mi vida está acabada, no hay salida; no puede haberla. La vergüenza más profunda me inunda. Todos han visto lo más íntimo de mí. Todos me juzgan. Todos se ríen de mí. Nunca nada va a ser igual. No puedo vivir así», me imagino con dolor.
Por los medios hemos sabido de esta tristísima historia, cuyo episodio actual se escribe con el suicidio de una de sus protagonistas.
Pero la impotencia también tiene otro lado, el nuestro. La emoción que sentimos como espectadores tiene un umbral mínimo absoluto tan alto… necesitamos tanta emoción para provocar un ápice de sentimiento… Sólo una vaca mirando a un tren. ¿Cuándo comenzamos a sentir impotencia?, ¿cuándo comenzamos a percibir la necesidad insatisfecha de querer cambiar las cosas?, ¿de que esa muerte no se hubiera producido? Creo que dicho umbral, dicha marca a partir de la cual sentimos, la hemos elevado bastante. Un muerto, dos muertos,… con tres muertos reaccionamos; con menos de tres no. Pero si tienen rostros como el mío, quizá con una muerte valga.
¿Y el motivo de esto?, ¿podemos los psicólogos explicarlo? Sí. Entendemos que por encima de la solidaridad, o mejor dicho, antes que la solidaridad está nuestra propia superviviencia. No la confundamos con el egoísmo, que es querer mi beneficio en aras de tu perjuicio. Pensar y actuar en nuestro propio bienestar, tiene prioridad con respecto al bienestar del vecino. Debemos subsistir como especie, pero primero como organismo autónomo.
Seguirá pasando. Que sólo ante un impacto grande, sólo cuando sobrepasemos ese umbral ya tan altamente colocado, comenzaremos a debatir en las redes sociales la conveniencia o no de controlar los perros peligrosos, las vallas en Melilla, los desahucios en los pisos o el reenvío de vídeos privados. Sólo cuando la noticia salta a la palestra con la suficiente intensidad es cuando reaccionamos. ¿No nos gusta esto? No. Da igual. Esa no es la cuestión. Lo que importa es si podemos dar otra explicación. ¿Los psicólogos no tenéis otra cosa con la que contemplemos a nuestra especie con esperanza? ¿Esto es todo? No.
La complicada conducta del ser humano también se rige por su voluntad, por su decisión, por su volición; lo que nos hace diferentes a otras formas de vida, sin duda. Y a esa voluntad, si algo la caracteriza es que es libre-para, libre-de decidir un beneficio o un perjuicio individual o grupal.
Corta por los dos lados; por uno más que por otro. Eljamos, por tanto, desde las emociones, pero con la cabeza. Podemos hacerlo.
Sorprendentemente volvemos a hablar de un «juego» que no tiene ni pizca de gracia. Entendemos que es algo muy poco habitual, pero queremos dar unas pautas claras para que las familias que se encuentren con que sus hijos lo juegan; puedan orientarles.
¿Te divierte ese juego?, ¿eres capaz de decir que no cuando algo no te gusta?, ¿sientes la necesidad de ser aceptado por el grupo y eso hace que hagas «lo que sea»?
Ante todo esto, dejemos los móviles (los de los adultos, digo), y escuchemos a nuestros hijos e hijas, pongámonos a su lado para que cosas como estas no pasen.
94 424 19 60 / Psicólogos en Bilbao.
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